La noción de mónada, elemento constitutivo de la realidad que posee en sí misma el principio de sus acciones y su propia finalidad, es una importante aportación de Leibniz al pensamiento racionalista.
Una teoría alternativa
A diferencia de Descartes, que valoraba como un conjunto de errores la historia y la filosofía anterior a él, Leibniz manifestó un genuino interés por el pensamiento previo, desde la Antigüedad hasta la escolástica reciente y el pensamiento naturalista del Renacimiento.
Se interesó también por Spinoza, a quien visitó en Holanda poco antes de su muerte, y a cuya obra trató de acceder, recibiendo un ejemplar de las Opera posthuma inmediatamente después de su publicación. Leibniz hizo una lectura minuciosa de la Ética y de su doctrina de Dios, que evaluó como peligrosísima para la religión y la moral pública. Trató de ofrecer una alternativa, compatible con la religión cristiana, a la doctrina spinoziana de la sustancia y del despliegue necesario de la potencia divina.
La noción de mónada
Para Leibniz, la sustancia no es única, no es tan solo Dios, sino que existe una infinitud de sustancias finitas, constituyentes del universo y creadas por Dios, sustancia primera e infinita.
Estas sustancias son las mónadas, concebidas por Leibniz como átomos metafísicos, centros de fuerza y de actividad o energía, dotadas de representación o percepción, inconsciente o consciente. Es más, cada mónada contiene o desarrolla una representación de todo el universo, si bien, desde una perspectiva propia, por lo cual no hay dos mónadas idénticas.
Por otra parte, las mónadas constituyen agregados bajo una mónada dominante. Surgen así los cuerpos, los animales, donde la mónada dominante es el alma como principio vital, y el hombre, en quien la mónada dominante es el alma espiritual o racional que conoce a Dios, y constituye en compañía de los otros hombres una sociedad con Dios que es la verdadera «ciudad de Dios».
Mónadas creadas pero imperecederas
Leibniz utiliza el término neoplatónico de «fulguración» para indicar la creación divina de las sustancias finitas, aplicándolo a las mónadas. Pero, aunque son creadas, las mónadas son imperecederas, salvo por aniquilación divina; son también materiales, pues con excepción de Dios toda mónada tiene un límite en su actividad de percepción y ese límite o esa insuficiencia de representación es lo que constituye precisamente la materialidad, mayor o menor en las diferentes sustancias finitas, que están así dispuestas en un orden gradual. Ello comporta la eliminación del dualismo cartesiano entre pensamiento y extensión como sustancias heterogéneas e independientes.
Las relaciones entre sustancias
Las mónadas no actúan sobre el exterior, ni padecen del exterior, por la acción de otras mónadas. De este modo se encuentra también en Leibniz el problema, que venía caracterizando al racionalismo, de la relación entre las sustancias (mónadas) y el de la relación entre alma y cuerpo, en su caso, en todos los compuestos, no solo en el hombre.
La respuesta leibniziana es famosa: él postula una armonía preestablecida, es decir: Dios estableció desde el origen la armonía o perfecta correspondencia entre las representaciones de todas las mónadas, entre el cuerpo y el alma, como «relojes perfectamente acompasados», los cuales marchan al absoluto unísono sin injerencia o acción de ninguno sobre los demás. El perfecto relojero universal que es la divinidad, potencia infinita acompañada de absoluta sabiduría y perfecta bondad, hizo con un solo decreto que la representación de todas las mónadas estuviera perfectamente ajustada en su contenido y en el despliegue de su contenido, de manera que todas participaran de un mismo mundo y de una misma secuencia de acontecimientos.
La relación de Dios con el mundo
Leibniz pretende elaborar también una teoría no spinoziana de la relación de Dios con el mundo, lejos del necesitarismo absoluto de Spinoza. Para ello vuelve a hacer la distinción tradicional entre el intelecto y la voluntad divina.
Dios es intelecto, razón perfecta y absoluta, pero sin que haya una diferencia de orden entre la razón humana y la divina, pues ambas conocen el mismo conjunto de verdades, aunque la razón divina sea enormemente más capaz de conocimiento que la humana. De esta manera, Leibniz escapa a la tesis cartesiana de la creación de las verdades eternas y a la noción de un Dios fundamento de la racionalidad, para concebir a Dios como la razón perfecta o suprema y llevar de este modo el racionalismo a su expresión extrema.
La voluntad divina es libre de elegir entre las alternativas que el intelecto le presenta.
La voluntad divina es infinitamente potente y sumamente buena. De ello se sigue que:
Las verdades necesarias a la razón humana son absolutamente necesarias.
El mundo existe y existe con el orden y seres con que existe en virtud de una decisión libre de la voluntad divina. El mundo es, pues, contingente y consta de seres y acciones contingentes.
El mejor de los mundos posibles
El racionalismo leibniziano contempla la libre voluntad de Dios, pero no su irracionalidad: la voluntad elige libremente, pero elige racionalmente, es decir, elige lo que la razón le representa como mejor u óptimo.
Siendo así y puesto que los mundos no son iguales, no hay dos cosas iguales en el universo real ni en los posibles universos calculados por la perfecta calculadora que es la razón divina, el mejor de los mundos posibles es el que resulta elegido por Dios.
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